Puesto que la naturaleza
se encuadra al borde de
códigos genéticos, células madre
procesos químicos, físicos, matemáticos...
creo que es preciso,
admirar cómo la materia
no se crea ni se destruye,
admirar cómo se transforma.
Ver como los animalitos
se matan los unos a los otros
para establecer un orden lícito,
ver como el viento
erosiona las piedras de colores
del rocódromo dónde escalan los marroquíes.
La conducta humana
siempre se creyó fuera de este alcance.
Decían ser los amos de la naturaleza, decían ir más allá.
Decían haber superado el orden primario. Decían tener un sistema.
Yo, en cambio,
creo que es preciso,
admirar cómo la materia
no se crea ni se destruye,
admirar cómo se transforma.
La civilización es una pirámide mal formada:
levanta el homo sapiens un poliedro de vértice roto,
cada hombre es un bloque amorfo configurando la anomalía.
Bosques metálicos, vertederos de basura, malas hierbas... la cierran.
Aparentemente todo parece perfecto, bien delimitado.
Aún así, siempre hay sitio para la deslealtad humana;
siempre hay sitio para corroborar su bestia.
Las familias, elementos socialistas de división de bienes,
se organizan en empleos, yogures d'stracciatella,
tareas distribuidas y iguanas de compañía.
El padre se folla a la vecina por las tardes.
En las oficinas, en los institutos, en las tiendas,
los empleados buscan una manada estable
para compartir donuts y conversación
con quién conciben arcos de amistad.
Manolo critica a las espaldas a Iker.
Las bibliotecas, por ejemplo, son invadidas
por machos que buscan fecundar a las hembras.
Los coños juegan a enseñarse, faldas pronunciadas.
Las pollas lloran pequeñas gotas, sus palabras son patéticas.
Nadie sabe que cuando lleguen al acto sexual, el gatillazo hará reír.
Las cadenas televisivas, caníbales,
se comen las unas a las otras por pedazos
de programas de mierda basados en la intimidad cotidiana.
La calidad no viene precedida por la televisión, sino por la audiencia.
Después, ya en una órbita más cósmica,
encontramos también los estamentos,
las clases, las condiciones sociales.
Ya saben: quién muere, quién sobrevive.
Ya saben: quién tiene derecho a morir, quién a vivir.
Están, por un lado los seres ordinarios que desinfectan
sus ordenadores de virus, pasean cada día por el Carrefour,
hacen fotografías a libélulas, chimpancés, condones caducados.
Probablemente, un día tu periódico guarde un pasaje por su suicidio.
Los rebeldes, por otro lado, esnifan cocaína;
polvo de hielo fragmentado, yuxtapuesto, alineado
en rayas que separan la complacencia y la amargura.
Cuando pases por debajo del puente podrás saludarles.
Ya mirando la base,
permanecen las piezas de clase baja, son fundamentales.
Las afueras de las ciudades, las afueras del mundo occidental,
están infestadas de organismos que sostienen el confort de quién está por encima.
Son elementos imprescindibles, productores, aún así, son ahorcados o despreciados.
Después están las entidades de arriba
-estratégicamente monolíticas, inmóviles, asentadas-
habitadas por aquellos seres dotados de ser superiores.
Nadie va a sacarles de allí más que sus ambiciones o pasiones.
Nadie nuevo puede habitar la cúspide de la pirámide, es lo que hay.
El político no va a ceder su poder,
el imbécil no va a ceder su suerte,
el rico no va a ceder su fortuna.
El suspiro es un ahogo,
el humano es egoísta,
el orden es sencillo.
Aglomeraciones en Londres, Picadilly Circus;
acopio de marcas compitiendo entre ellas
por un espacio en nuestra inversión.
Una piedra sabia lo mira,
sabe que vamos hacia
la perdición.
Las reglas éticas vomitan que gana el más fuerte.
Estamos organizados en un caos inclemente.
¡Qué gobierne el amor, por favor!
Quintí Casals
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