jueves, 2 de enero de 2014

El enfermo

El enfermo, -hijo de Jesús, hijo de Cristina-
pasa los días tumbado en la cama
de la habitación 219.

Comparte estancia
con un hombre negro.
Un afroamericano quién tuvo
un accidente laboral bastante duro
con el que charla sobre los azulejos,
sobre las bolsas de suero, sobre la metafísica
                                                       del miedo.

Se han hecho muy amigos. Se cuentan
aquellas historias más relevantes
de su vida y conocen, entonces,
aquellas personas
que hubieran
querido
ser.

Se ayudan, se sostienen;
hacen más leve su difícil diagnóstico.

El enfermo se ha acostumbrado a vomitar,
a las jaquecas, a los temblores, a la quimioterapia.

El enfermo tiene cáncer de pulmón
-la enfermedad de moda este siglo-
pero no se preocupa en absoluto;
él simplemente respira
como puede.

Cada día recibe visitas
mohínas, llorosas,
reglamentarias.

¿Cómo fue en el quirófano?
¿El doctor dice que avanzas, no?
¿Te gusta la comida del hospital?

El enfermo sonríe
-también reglamentariamente-
y contesta todas esas preguntas
más que nada por la compañía soleada
de esos instantes pactados por códigos éticos.

“Perdonen, tendrían que salir”
comunica una enfermera;
viene a enjuagar
sus genitales.

¡Qué alivio!
Por fin se van todos.
Por fin puedo volver
a charlar con mi amigo negro
o a estar echado tranquilamente
o a suspirar, suspirar y volver a suspirar.

El enfermo
lleva cuatro meses ahí
esperando una respuesta
a su malograda existencia.
Empieza a estar cansado, muy cansado.

Recuerda
su récord local en los 100 m. lisos,
el día que arregló el motor de un automóvil veinteañero,
sus hijos, sus hermanos, su ADN compartido.
-A pesar de todo, tuve una buena vida- piensa.

Los días pasan incansables,
las horas gritan inservibles
y el enfermo sigue tumbado
en la cama de la habitación 219.

Espera la visita del doctor.
Espera el bien. Espera el dolor.
Espera saber si vive, saber si muere.

Espera la noche. Espera el sol.

Quintí Casals

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