El niño canta y baila
en medio del funeral del abuelo.
El niño escucha
"el abuelo ha ido al cielo, a un lugar mejor",
"ha ido de viaje, tú tranquilo; no te preocupes"...
y el niño
no se preocupa
y el niño
canta y baila
en medio del funeral del abuelo.
Los mayores vigilan
no machacar al niño con un tabú,
con una palabrota, con un hecho histórico contrario.
Los mayores procuran que el niño siga cantando y bailando
al son de la lavadora, de la melodía de Pokémon o del mistral.
El niño canta y baila siempre,
integra el club de basket de su escuela
y celebra cada año su aniversario
con una electricidad mágica:
una felicidad tan larga como su sonrisa
timonea sus pasos.
Juega con sus cochecitos de plomo,
con Super Mario Bros o, incluso,
con un trozo de papel maché
mientras sus padres lloran.
Ama a los policías, a los primos,
a todo ser que salga por la tele;
ya tendrá tiempo de odiarlos
unas décadas más tarde.
Se porta bien
para que los reyes magos
no le traigan carbón
y se porta mal cuando
su egoísmo le aconseja
portarse mal; aún no leyó a Nietzsche.
Disfruta
con el horizonte rápido
que despliega un vehículo en marcha
y detesta ver a su perrita lamiéndose la regla;
cuando tenga 40 años entenderá que el sentimiento
más noble, más puro, más grácil... es verlo a la inversa.
No le importan el olor del sarro,
las fronteras geométricas de África,
la ubicación de las naves petrolíferas,
los viñedos flanqueados por autopistas.
Todo es sumamente correcto para el niño.
Vive en un espacio ceñido
por algodón virgen.
No se daña su piel.
No se dañan ni su corazón
ni sus ventrículos ni su consciencia.
El niño canta y baila
en medio de una playa
forrada con basuras varias
y algún que otro muerto que flota
pudriéndose.
El niño piensa
que si existe, de veras,
toda esta hilera de cosas malas
debe ser, al fin y al cabo,
por una razón sumamente
buena.
A eso se le llama fe
y, la verdad,
no sé
si es bueno o malo
tenerla.
Quintí Casals
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