sábado, 11 de enero de 2014

Filosofía

Cuando mis sofismos, aún sin músculos,
pedaleaban en triciclo por los parques...
nada podía importarme más que
mi perro, mi madre, mi padre.

Tal día conocí los libros:
tapas duras, bloques de hojas;
pero la mayoría de ellos me aburrían.

Tal día conocí la filosofía:
cerebros duros, bloques de pensamientos;
pero la mayoría de teorías ya mi ingenio había masticado.

Cada año que pasaba por la vida,
era un autor estudiado en bachillerato.
Yo no los conocía. Sin embargo, ya llegué a sus conclusiones
                                                                          mucho antes.

Cuando era tonto y mezquino
pensaba siempre que tenía la razón;
verdades absolutas, novelescas, impolutas...
por aquellos tiempos era Platón, discípulo de Sócrates.

A los 12 años, cansado de discutir,
decidí darle plenamente a mis sentidos, los dotes
de todo conocimiento. Eso me hizo alejar de mis bienes más innatos...
Aristóteles guiaba mis pasos y me resignaba a ser materia pútrida y simple.

Mi escuela, católico su carácter,
hizo lo posible para frenar mis idas y venidas.
Me recetaron a Dios para curar mis preguntas, mis penas,
y durante un tiempo corto seguí a San Agustín y Santo Tomás.

Dos años después volvía a creer en mí,
dejaba un espacio a la existencia de Dios y, también,
a la del mundo cutáneo. Aún así, lloraba por mi soledad y por Descartes.
Mi egocentrismo endémico sólo abarcaba hasta mí. Fueron malos tiempos.

Inesperadamente, la adolescencia se presentó en forma
de granos de pus, pelos rizados, problemas existenciales.
Nada podía ser afirmado. Nada tenía sentido ni podía tenerlo.
Tan sólo podía gritar: "¡Hume, ayúdame, tiene que haber algo de verdad!

Ante esta locura divergente en clave de renuncia,
encontré la política. Primero fui extremadamente liberal,
teniendo en cuenta mis comodidades. Después quise ser
extremadamente justo, teniendo en cuenta la moral. Smith y Marx se turnaban.

Al ver que no había solución a este extraño comportamiento,
entendí que no era más que mi naturaleza bipolar -racional, animal-
y decidí aparcar la política: no podía llegar a ella. Aún así, decidí caminar
cerca del comunismo para defender la sostenibilidad de la vida -social y general-.

Resuelto esto, pues, volvía a quedar vacío el sentido
de enfilarse por las percepciones. Nietzsche y Schopenhauer
me cogieron de la mano y me llevaron por una masacre discordante
entre ética y placer, debilidad y nobleza, existencia y lógica, tú y yo.

Otros autores como Wittgenstein, Sartre o Ortega
sólo hacían que hacer más evidente toda esta majadería.
Otros campos eran invadidos por tropas y tanques relativistas:
la humanidad, el lenguaje, la libertad, la perspectiva... quedaban bombardeadas.

La vida se volvió una substancia viscosa, rara, miope
que poco a poco se traducía a una vaga inconsciencia.
Todo era relativo, eso parecía: era simple, mas yo aún tenía fe.
Luego vino Albert Einstein con su "e=mc²" y todo se fue a la mierda.

Sinceramente, la historia de la filosofía era absurda,
nos había ayudado muchísimo, era cierto;
pero ésta empezaba dónde acababa:
de los sofistas a Einstein...

nada podía importarme más, ahora, que
mi perro, mi madre, mi padre.
Todo se reducía a eso.

Quintí Casals

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