Esas tardes con el culo sudado sobre el pupitre
en que Irina traía un buen escote y Anna unos shorts ajustados,
las clases de matemáticas avanzaban con varios incidentes por minuto
como mi vida futura; pero ésto yo entonces no lo sabía.
Había los típicos matones, había los típicos empollones,
había las típicas pasiones, había la típica esperanza;
joder, aquello parecía una película de Hollywood.
Los profesores, soberbios, desbordaban cualquier argumento fúnebre
de la boca de un rebelde y como quién no quiere la cosa; cada vez había más rebeldes.
Yo, poseía unas alas de paloma aventajada
que revivían tibiamente el trance y, a veces, incluso discurseaban bien;
pero ésto para nada gustaba a esos cerebros de piña.
Aquella época estuvo bien: no era consciente que mi vida
se derramaba por un tobogán hacia la muerte
o que la televisión escupía unos anuncios tan estúpidos.
Las rosas eran rosas; me daba igual su putrefacción.
Los setiembres soplaban
y pronto junio ya se había solapado.
Todo era inmensamente rápido.
Todo era inmensamente inmenso.
Más tarde, conocí otro tipo de tardes
dónde el Demonio estrujaba mi caja torácica
y mi alma se escurría gota a gota
sobre una tumba de olores fuertes.
Mis vértebras ardían en un fuego
de tinieblas lívidas, de sorpresas rancias,
que me transportaban a diciembres extraños
serpenteando por hospitales desnutridos
o hacia otro medio de vida mucho más clandestino.
Sudar el culo en el pupitre... qué recuerdos tan bonitos.
Qué fugacidad tan tierna me envolvía
cuando las feromonas ofuscaban el avance del camino.
Quintí Casals
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