viernes, 13 de diciembre de 2013

Ir hacia la luz

Cuando una persona agoniza su último aliento,
cuando se desprende de su vida para ser carne inerte,
cuando su ataúd se tapia y todos se levantan a dar el pésame...

el público olvida todo cuánto sabe
acerca de ese hombre
y abarca todo cuánto siente
acerca de ese hombre.

Entonces se convierte en un objeto de culto, en un pozo de proezas;
algo que, de seguro, al muerto le hubiera encantado oír.

Supongo que los organismos de los allí presentes decaen débiles;
hecho que conlleva que, por fin, las cosas buenas que ese hombre hizo
puedan infectar la parca sensibilidad de aluminio que suele poseer la gente.

Sólo en el réquiem visitamos otras almas.
En Barcelona dicen que hace frío,
en Lleida se quejan que allí más;
en el Pirineo ríen a carcajada limpia;

estamos acostumbrados a pensar que tan sólo llueve en nuestro renglón.
Venga, todos juntos... ¡Somos unos putos egoístas; unos malditos mimados y consentidos egoístas!

Sin embargo, cuando alguien muere;
los corazones de los lastimados se encogen
y ese pobre pedazo de materia consumida
pasa a ser Bueno, Santo, Inocente...

aunque haya jugado al póquer con el mal
o que se haya resbalado adentro de un fosa peluda, fragosa y cruel.

El universo se despliega tan sólo cuando el sujeto perece,
cuando su hálito estéril está ya completamente aplastado;
después de tantos percances, las estrellas le rinden, por fin, la existencia viva;
esta típica y abyecta crisis es común en el hombre de a pie.

Cuando alguien muere;
los familiares, los amigos, los testigos
dejan atrás la razón, se ponen de acuerdo y aprueban, al fin, aprueban
(bailando, llorando, comiendo en el susodicho funeral)

que el difunto en cuestión
sea apto para vivir
y no para morir.

Quintí Casals

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