Un perro callejero
despierta cada alborada
en el lavabo más inmundo
de la estación de autobuses.
Un domingo cualquiera
se posa en su aventura;
su estómago empieza a rugir.
Abre sus ojos, aliña sus lagañas,
tuerce sus rodillas y levanta sus patas; otro día más.
Atraviesa, como puede, ramblas, calles, callejones...
contemplando cómo los borrachos se alejan del club de alterne,
cómo los ancianos dan de comer a las palomas
o cómo las hojas vacilan en el aire.
Hambriento huele la fritanga que el McDonald's desprende, estornuda veinte veces,
bordea unos cuantos vagos y maleantes que hablan debajo del puente
y se sienta a escuchar sus novelas.
Sabe que Luis toma demasiada heroína,
que la madre de Andrea tiene un síndrome obsesivo con las compras
y que Juan Antonio se enamoró de la mujer equivocada.
Sabe que existe un viaje a la nada llamado locura y sabe muy bien, también,
que nadie puede salvarse de tal traslación.
Nunca tiene frío, nunca tiene calor: él renuncia a cualquier dolor ordinario.
Huele mal, la gangrena penetra su espíritu y tiene algunas señales de otros lobos en su cara.
Su figura es equiparable a la de un Ecce Homo;
cuando pasea entre luces de semáforos borrosos
el perro callejero asusta hasta los escombros.
Almuerza hoy, por suerte, en el contenedor del Hotel Ibis;
recuerda, entre nostalgias y mordiscos, su pasado como burgués de tres al cuarto
y se burla de aquel rey que un día fue. Aunque sus pasos se debilitan sucesivamente...
él es más feliz siendo un nómada, él es más feliz siendo libre.
Él abortó con ese oasis rancio
de canastillas placenteras, carantoñas impermeables y chucherías de salmón;
él prefiere deambular como un vagabundo a persistir esquizofrénico como un rico,
él prefiere avanzar hacia ninguna parte a permanecer estancado en una mansión.
El perro callejero es indomable e impredecible.
El perro callejero goza de una amplia perspicacia.
El perro callejero conoce de cabo a rabo la ciudad:
urbanizaciones, parkings, calles comerciales,
polígonos, monumentos de interés, restaurantes,
parques de atracciones, tiendas, bancos,
colegios, locales nocturnos y demás;
conoce el material envuelto para regalo y conoce, también, el material inflamable.
Él ya sabe dónde puede asomarse y dónde puede quemarse; él ya sabe cómo vivir.
Camina, hoy, por la Avenida Cataluña y ya nada le sorprende.
Ve un collarín de plata 1a ley y lo desprecia cuál colilla destripada,
ve a un George Clooney de la Mancha y se mofa de su recatada tristeza,
ve cómo un segurata registra a dos pobres niños en un supermercado
y, desde su idiotez supina, piensa en lo estúpido que puede llegar a ser un humano.
Mira los traseros de las chicas, mira las babas de los chicos,
huele el ojete de una perra con collar de diamantes
y, un rato después, la fornica muy a gusto.
Cruza las tenebrosas carreteras sin ningún miedo,
cruza por la vida sin ningún miedo, cruza por su destino sin ningún miedo.
El perro callejero navega por las noches sin más compañero que la luna.
Los viandantes le desprecian, le patean o le esquivan
pero el sonríe, pero el sonríe, pero el sonríe;
sabe de veras
que les está dando una cura de humildad,
sabe de veras
que si él es callejero, es en realidad por vocación.
Quintí Casals
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