Un extraterrestre, hace millones y
millones de años -cuando el aire aún
se sorbía a sí mismo-, después de varias
charlas familiares y después, también,
de alertar a todos sus amigos más amigos...
decidió, un día,
venir de viaje a la Tierra.
Fabricó con sus manos
una nave aeronáutica maravillosa.
Preparó durante seis abriles
una pista de despegue gigantesca.
Todos en su comunidad hablaban de él.
Todos en su comunidad alababan su decisión.
No obstante, cuando le preguntaban al
extraterrestre por si tenía miedo, por si
sabía en realidad dónde se dirigía... él,
valentón, respondía que no había para tanto,
que la vida era más bonita cuánto más
llegabas a conocer.
Pasaron soles y lunas, nubes y ruinas.
Llegó el día de la marcha y el extraterrestre,
feliz por su futuro, trasnochado por la
incertidumbre, se despidió de los suyos.
Subió a la nave, encendió después el motor, acicaló las aletas
firmemente y -3, 2, 1...- se lanzó a conquistar la galaxia.
Fluyó por es espacio como un ave.
Esquivó asteroides y estrellas, toreó
meteoritos y cometas y, después
de sortear toda la vía láctea entera,
llegó a nuestro planeta.
Al bajar de la nave, al primer paso que dio,
el extraterrestre vio volar una mariposa.
Se asombró con las alas tan coloridas que tenía,
se asombró de todo el espacio por dónde podía
aquel bichito planear
y se puso a mirar a las hormigas,
genéticamente configuradas para establecer
una sociedad igualitaria
y se perdió por la selva
mojándose pies y manos
por la humedad
y se distrajo con el amanecer
de la lluvia
y acarició a un lobo
manso.
El extraterrestre se enamoró
de la Tierra. En la Guía turística de su planeta
situó nuestro mundo como la mejor estancia
posible dónde alguien podía vivir. Todos
los habitantes de su región hablaban del mar,
de los volcanes, de las praderas. La Tierra
era famosa. La Tierra era un oasis hecho
realidad.
Pasaron muchos y muchos
años y el extraterrestre, pletórico
de nostalgia, un día decidió volver.
Por aquél tiempo la Tierra se había vuelto
gris, crecían primas de cemento hacia lo alto
del cielo y había sitios dónde ponía en letras
grandes, relucientes y robóticas:
"Fnac", "Corte Inglés", "Pirelli".
Había también unos seres verticales -pálidos,
también marrones- que intercambiaban
rituales con las manos, que jugaban a un
juego llamado billar
y decían ser capaces
de hacer cálculos, herramientas o chistes.
El extraterrestre, asombrado, caminó
por patrias y territorios, por mares
y ventanas
y tomó una hamburguesa
de carne 100% vacuno
en un "Burger King"
y se puso unas
gafas de sol
y encendió un ventilador
de polipropileno
y tiró, finalmente,
un mapa
a la basura
para perderse,
cabizbajo,
en la indiferencia
de la ciudad.
Quintí Casals
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