Cerca del corazón dicen
los médicos que hay entrañas:
órganos viscosos, carne rojiza
y muchas vitaminas conglomeradas.
Dicen que es un músculo, que
lo recubre un tejido de células toscas.
No sé, aparentemente parece cierto.
Al cortar con el bisturí los contornos
y profundidades de la caja torácica...
del interior vierte sangre,
del interior vierte sangre.
Siempre pensé que allí vivían
las personitas por las cuales sentía.
Mi madre, mi padre, mis abuelos y yo.
No sabía que aquello era una máquina
de carne, que me mantenía en vida.
Pensaba que el corazón era una simple
caja, que tenía una llave, que podía decidir
con quién correr cogido de la mano, con
quién gritar cogido del dolor. Pensaba que
había un orden sentimental. Pensaba que nunca
debería definir el amor y sus raíces. Pensaba que
nunca me plantearía ser sinónimo de soledad. De
hecho, nunca osé plantearme nada. Tan sólo me dejaba
llevar por el sendero del inconsciente. Me desordenaba
en la comodidad del tonto. Era feliz y plano como
Holanda. Luego me encontré una mujer, me encontré dos,
me encontré tres. La ecuación era fácil: paseábamos, follábamos
o, simplemente, estábamos... hasta que se enfadaban
con mis ojos locos, hasta que se cansaban de pelear
con un niño. Entonces quedaba yo solo e inválido.
Entonces buscaba un ángel que me abrazara
y acunara cuál retoño frágil
en sus brazos.
Voluntad, pasión, dolor...
todo el mundo habla sobre el amor.
Todo el mundo rompe muros, todo el mundo mata,
todo el mundo se desgrana los sesos por el amor.
Los días -como los trenes- suceden rápidos, fogosos,
y las gentes se escabullen en polígonos industriales
y los amantes se besan por los campos de golf.
Yo pensaba que el corazón era un lugar seguro,
al menos puro; las nubes cruzaron el azul
más rápido de lo previsto, taparon el sol.
Hoy le pregunto a mis labios
cómo amar algún día...
y tan sólo saben
pronunciar
en el aire
un beso
sin dirección.
Quintí Casals
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