viernes, 1 de noviembre de 2013

El otro mundo

La inocencia que impera
en el corazón de los niños

o las sandeces sinceras que desprenden
o la sonrisa de su mirada volátil

me hace pensar
que las manchas de semen de mi pijama
o los boquetes que crecen en mis nudillos

quizá sean tan sólo espejismos.

Quizá exista una guarida para los que sabemos demasiado.
Quizá haya un oasis sin preguntas, tranquilo;
sin duda, lo hubo.

Tuve 4 años
y me encantaba como ladraban los chihuahuas,
como impactaba la miel en el yogur o como las hormigas maniobraban
el trigo con sus patitas patéticas.

Me revolcaba en los juegos ilógicos,
saludaba a las abejas de las flores, el Segre me parecía bonito.
Jamás pensé en las guerras de Iraq o en la masacre mercantilista.

Mi proceder no era como el de ahora;
entonces no me parecía a una esponja insonora olvidada en una bañera.

Las cosas nuevas eran sorpresas espectaculares.
Las cosas rutinarias eran locuras fascinantes.

El Rover 600 de mi padre, la callejuela dónde vivíamos, mi perro Webster...
era la mayor llanura de libertad que podía llegar a conocer.

Todo era precioso; el Universo parecía conspirar a favor mío.
El mundo era un dibujo pintado a mi antojo.
Mi vida era mi alegre soliloquio.

Conocí de veras la felicidad;
las trufas que mi abuela me daba,
el placer de no pensar en nada más que simplezas,
la vida anárquica,

pero tal día crecí
y todo fue diferente.

Quintí Casals

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