Toni roncaba en el sofá
sobre el paréntesis de su vida.
Todos nosotros: mi abuela,
mis tíos, mis padres,
atendíamos su grito desbocado.
El arraigo sanguíneo lo requiere.
(Es infinitamente idiota lo que uno puede llegar a hacer
por ser de apellidos relativos)
Contemplábamos ese poema;
esa fuga del alma en cada ronquido.
Los adornos de Halloween que su esposa hizo
colgaban del techo. Parecía que flotaran.
Toni no se fijó en ellos. ¿Por qué debería haberlo hecho?
Él era una substancia fofa levantada sobre dos patas y medio cerebro.
Comía, cagaba, meaba y dormía; la droga se llevó las labores y los hobbies.
¿Qué fue de aquel muchacho que recorría las autopistas en una Harley?
¿Qué fue de aquel muchacho que cocinaba caracoles o calçots aquellos días tan simpáticos?
¿Qué fue de aquel muchacho que guardaba en una caja de madera su timidez?
Toni nunca fue un ejemplo pero tenia su particular gracia.
Ahora alguien había sorbido con una pajita toda su esencia.
Todo quedaba reducido a ese bistec de 120 kg
roncando en el sofá un tal noche sangrienta.
Todo quedaba reducido a un trozo de carne
sobre un espacio-tiempo.
Todo quedaba reducido a
una mirada perdida y sórdida.
Antes que nos pudiéramos dar cuenta
Toni no estaba. Toni se había desvanecido.
Su esquela era el presente cada vez que respiraba.
No quedaba nada de él;
tan sólo un cuerpo deteriorado y una cara revuelta.
Toni se fue
por la puerta de atrás
y seguramente cada uno de los espectadores
de esa mugrienta y corrisiva escena
lloró en silencio
esa noche.
Quintí Casals
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