viernes, 22 de noviembre de 2013

La palabra

Dos palabras antónimas son la boda por todo lo alto
de un príncipe y una princesa -polos opuestos se atraen-
en el eminente altar de un diccionario.

Son el halcón milenario que surca
entre los vendavales

del azar y el destino,
del amor y el odio,
de lo Perfecto y lo imperfecto.

La incoherencia entre el universo y la persona.
La incoherencia entre la vida y la piedra.
La incoherencia objetiva del sujeto.

La palabra -sea cuál sea-
vive de su amado antónimo;
come de su mano, respira de su mano, camina de su mano.

Sin él, ella no es.
Sin él, ambas no son.

Su existencia es un absurdo maravilloso:
la palabra embarca el buque cerebral hacia el conocimiento
y el antónimo lo hunde en el iceberg relativista.

Su continuo desacuerdo es un un disparate verbal entre preguntas desorientadas.
Un oasis de conocimiento. El prepucio de un diamante.

Una interjección comunicativa incapaz de definir aquello distante a nuestros ojos.
Una ilusión, un abatimiento. Una afirmación, una negativa.

Una palabra, un antónimo.

Ambos representan un horizonte infinito
custodiado por un cielo y un mar.

Completos en su azul:
divididos por la lejanía ambigua,
unidos en diferentes dimensiones.

Una palabra, un antónimo;
tan sólo son sempiternos reflejos

que te engañan
que te engañan
que te engañan

y te defraudan
al no saber cuál es el verdadero
al no saber el porqué de su simbiosis
al no saber el paradero de su estacada.

Quintí Casals

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