Qué llena parece esa gente que se empaqueta
en una felicidad revolcada entre inmundicia
apuntándose a bailes de salón,
celebrando cenas con desconocidos de todo a 100
o besando a mujeres de cartón-piedra.
Qué llena, qué llena, qué llena... parece.
Mísera muchedumbre,
viven estrangulados por una tragicomedia estúpida
de momentos despilfarrados y sonrisas amañadas.
Señoras que pagan por un vestido un precio del que carecen,
personas importantes que charlan por el móvil hasta en la ducha,
la pizza acartonada que mutilan dos adolescentes en su cocina...
qué pérdida de tiempo, qué placer tan triturado.
¿Cómo se puede desaprovechar de esta forma el alma?
¿Cómo se puede arrojar así la oportunidad de vivir al container?
La verdad es que esta clase de gente son un desierto de rosas marchitas,
la esperanza ciega del iluso, la trascendencia de la piedra,
un tiempo mal cubierto.
Son un egoísmo crónico y estéril:
no ven más allá de su asequible y transparente felicidad.
No paran el reloj. No paran la Tierra.
Sólo caminan hacia su final ocupando su vida con ladrillos huecos.
No ayudan en los problemas ajenos, no saben de la explotación china,
no leen un libro de tapa polvorienta, no se esfuerzan en nada;
tan sólo se dignan a ser "felices".
Articulan su vida en pasatiempos;
pasan el tiempo, para nada lo viven.
Una veintena de modernos concentran sus culos en un Starbucks,
las chicas se maquillan fuerte, los chicos trabajan sus músculos
pero nadie se para a pensar ni a disfrutar de la lluvia.
Qué merecida la ignorancia sosegada
de esta pobre gente
y
qué holgadamente patético
su incoloro paso por la vida.
Quintí Casals
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