Ay, Mika, cuánto te has acomodado
ya.
A traición dejaste tus compañeros
de juego en la perrera.
Ni te acuerdas ya.
Qué habrá sido de tu hermano,
de tu madre, de tus compinches,
de tus amigos. Ya tú no lo sabes.
Que le jodan a ese hielo,
a ese robusto hedor.
Fiel eres a las comilonas
y al amor oblongo e interesado
de los humanos.
Cuánto te has traicionado:
ahí se mueran esos pobres
mientras tú estés bien, piensas.
Quizá si los olieras
de nuevo
cantarías ladridos a los truenos,
no lo dudo.
Pero ahora tú estás holgada
como el desierto: que quede claro.
Aunque,
si miro fuera: por la ventana de mis lentillas
o dentro: en las vísceras de mi vida,
probablemente encuentre al mismo Judas.
Veré como se ahogan en su aliento
los vagabundos
y como los incansables esclavos africanos
son devorados por un muro inamovible de moscas.
El eco de esos sollozos llega a nuestros
tímpanos
pero yo o tú, lector, seguimos fieles
a los estudios, al peso de nuestro estómago,
a nuestra azarosa familia, a nuestro destino,
a nuestra suerte. Somos el semen del desprecio.
Sentiremos pena, pero no la suficiente
como para vendernos a esos espectros,
valen demasiado poco.
Directos irán al paredón de la realidad,
no son más que desconocidos. No existen.
¿Qué valor tienen? Son nadie. La nulidad de la nada.
La mayoría de los humanos somos así,
al menos me dí cuenta,
al menos desearía cambiarlo,
al menos soy un hipócrita.
Lo curioso es que tú, Mika,
besas cuchillos,
comes clavos oxidados,
te lanzas al río
y no sabes ni tienes porque
saber de toda esta mierda.
Pero nosotros Mika,
nosotros lo sabemos.
Somos basura.
(¡Bub!)
Gracias por la razón Mika,
que espléndido es
cuando un ser superior
te da la razón.
Amén, rezo por ti Dios canino.
Quintí Casals
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