gris de piel, sin pecho
ovalado, exento de imagen,
desocupado de fantasía y
risa,
trabaja nervioso a las 10 de
la mañana
bajo los efectos del
chupetón cruento de un cuervo rico.
Lo verás en aceras paseando
a su calcado perro color plomo,
inmóvil, taciturno,
titubeando con su voz
su enemistad con la vida.
Lo observarás también
vestido de memez, paralizando su razón,
cebando a sus principios en
su sofá con un magro televisor
para después poder venderlos
como manda el mercantilismo
o puede ser que lo descubras,
ceñido a la ley, chafándose a si mismo
con su egocentrismo lacrado
en sus borceguíes de piel de serpiente.
Quizá lo encuentres
escondido detrás de una sonrisa falsa,
ligando con maniquíes
animados, hablando ecos obscenos
entre murmullos
o puede que esté medio-defendiendo
la tala de árboles,
la caza de alimañas o el
nazismo haciéndose pasar
por un transgresor que en
verdad es un intolerante.
(Cuántos hombres grisáceos
existen)
Y nadan ellos, airados,
entre incertidumbre
porque no saben amar,
y habitan ellos,
contaminados, las ciudades infectándolas
tanto,
que si se fijan
entenderán
el porqué del pigmento
de las veredas de cemento
que crecen
en la ciudad.
Hay leucemia por las venas,
arterias y capilares del mundo,
tantas grises urbes ya,
el cáncer se expande y cada
vez
queda
menos
color verde,
se agota la esperanza
para
esta enfermedad.
Quintí Casals
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