Las calles se tejen en el suelo,
armadas, rotas, en un
nombre vulgar. Los turistas
salen a paseo, los perros juegan y la ciudad se agita
con el frío de la mañana y la ciudad se
ordena con el altavoz absurdo
de las sirenas y los cláxones.
Acalla su voz, acalla sus
escombros. No escuches
al gitano del mercadillo,
no escuches al ruiseñor
que canta sobre las
señales de tráfico.
No los escuches, escapa, no quieras
sentir tu raíz. Deja el nido, no mires en
particular, besa al suelo. No oses pasar el muro
que separa tierra y cielo. Toda patria, todo
honor, toda causa se degolla en
la sangre de una frontera. Nunca serás
de nadie. Eres un pensamiento, eres
más fugaz que un instante. No barnices
tu genética con los vientos locales. Tan sólo
acepta tu ciudad, abrázala,
vete y nunca mires atrás.
Como un pelo teñido, como unas
tetas operadas, como la peluca maricona de
sir Elton John... toda identidad es seducida
por la mentira, toda ciudad es, tarde o temprano
engullida por las horas. Tonta como una declaración
de futbolista, sucia como una palabrota en
la boca del niño, peligrosa como andar
sin un duro... la ciudad se disloca. Empapelada
en polígonos, instituciones y centros comerciales,
la ciudad se atasca en un amanecer. A pesar de ese
sol rojo, a pesar de esa miga esperanzada
de claridad... la ciudad de desnutre en
un espacio ilimitado de perdición.
Oscura como las costillas de
un camerunés, a las 6 de la mañana
-desde la ventana, desde una política
tela de araña- la ciudad
decae para un irse
y no volver.
Afróntala.
Quintí Casals
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