Yo, a diferencia de la
mayoría de la gente
que cree en el amor causal,
recuerdo la primera vez
que hablé con mi chica;
no la que nos conocimos,
ya que nosotros
no tuvimos el placer
de conocernos con dos besos
o en un estrechón de manos
o una tal noche.
Nuestra historia estuvo escrita
antes que naciera yo,
antes que naciera ella.
Nuestra historia fue articulada
por un arquitecto sobrenatural,
no nos hizo falta conocernos.
Yo sabía de ella. Ella sabía de mí.
Yo sabía de su amor. Ella sabía de mi amor.
Pero ninguno sabíamos de nuestra voz,
por eso admiro
la primera vez que hablamos.
Cada uno nos teníamos por capricho
y cada uno seguíamos nuestro camino
hasta el día que, por fin, decidimos
decirnos algo.
Fue tímido, grosero y divertido
pero sincero. Era septiembre
de 2008, era de noche
y soplaba el viento.
Desde ese momento
mi corazón pensaba en ella,
mi cerebro amaba en ella.
Desde ese momento
su corazón pensaba en mí,
su cerebro amaba en mí.
Toda ella estaba hecha a medida para mí
y todo yo estaba hecho a medida para ella.
Cada centímetro de su mente,
cada aliento de su piel,
cada letra de n-o-s-o-t-r-o-s.
Sus defectos eran perfectamente virtuosos.
Sus virtudes simplemente como sus defectos.
Teníamos mitificado el instante en que nuestras bocas
habían tenido el valor de dirigirse la una a la otra
en una nube de palabras.
En nuestro punto de vista
era la mayor hazaña
sucedida en los anales de la historia
aunque tuviéramos percances volanderos,
aunque engordáramos o adelgazáramos,
aunque se fumigaran los besos a veces,
aunque no le gustara que no le mirara a los ojos,
aunque no me gustara mirarla a los ojos,
ya que ella era la única que
hacía que me florecieran rosas en mi pene al tocarme,
hacía que me pesara el pecho al besarme,
hacía que valiera la pena escucharle,
ya que yo era el único que
hacía que cantara el agua mansa al tocarla,
hacía que una hiedra cubriera su corazón al besarla,
hacía que valiera la pena escucharme.
Todo era perfectamente imperfecto
aunque no importara que lo fuera,
nos teníamos el uno al otro y eso
hacía que todo fuera imperfectamente perfecto.
Disfrutábamos con encotrarnos
y hablar tímidamente
y besarnos tímidamente
y follarnos aún más tímidamente.
Éramos un amor verbal,
un verso orgásmico,
un poema en braile,
una eyaculación de frases,
un amor tímido y franco.
No éramos la clase de pareja normal.
No entendíamos el amor como el diccionario procuró que lo hiciéramos.
Nosotros nos hacíamos la ofrenda el uno al otro de nuestras partes,
nosotros nos desnudábamos como los niños a los caramelos,
nosotros nos besábamos como dos vírgenes,
nosotros nos abrazábamos rozando la piel,
nosotros nos amábamos con cuidado
para no romper el amor.
Había pureza,
había sustantivos, pronombres y adjetivos;
no sólo verbos, no sólo sexo y actividades baratas
establecidas como comunes en las parejas.
Había interés, había entendimiento,
había compañía, había metamorfosis,
había amor de chocolate 99% cacao
pero no era suficiente
para ti.
Tú necesitabas un poco de azúcar,
un poco de leche. Más dulzura, más sabor.
Necesitabas una caricia primaveral:
un beso in creixendo, un beso inmaduro.
Yo pensé que te encantaba aquella pureza,
pero cada vez estábamos más lejos
de la casualidad establecida
de encontrarnos,
de querernos,
de ser Dioses
en nuestro
ser.
Hubieron enfados, drogas, Barcelona y artificialidad de por medio
y un día se acabaron las palabras sin más.
Pasó el tiempo y pasó el amor
-o eso dijo la nada- y dejamos de hablar.
Ahora tenemos nuestras nobles bocas calladas.
Ninguno de nosotros pretende articular
una gota de voz, una brisa de cariño,
un grillo de búsqueda.
Ahora no queremos tentarnos.
Tenemos una tregua,
sabemos de nuestra debilidad.
Ahora tenemos un parche en la boca,
aunque si algún día volvemos a hablar
le regalaré a esa dama mi oreja,
volveremos a enamorarnos sin querer
y nada de todo eso habrá sido casualidad
sólo el hecho que
nuestra historia estuvo escrita
antes que naciera yo,
antes que naciera ella,
o eso quiero pensar.
Quintí Casals