Era una de esas noches extrañas:
repleta de luz y carente de estrellas. Confusa.
Era como una lámpara, como una chispa artificial
maravillosamente hecha a medida. Pero ésta no poseía
el toque de naturalidad requerido al
alumbrar ese brillo mate y estelar encima
de nuestro atrevimiento reprimido.
Necesitaba el firmamento luz natural y tú lo sabías. Me lo decías.
Me lo susurrabas bajo cientos de farolas, neones y luces de bares
-Necesitas luz nueva, necesitas luz nueva- me lacrabas en el cuello,
en los ojos, en el aire de mi aliento; pero cuando alguien
quiere estar a oscuras
¿Quién es capaz escuchar a una nube de fulgor?
Aún así, insististe e insististe en llegar al abismo de mis labios
sin saber tú de él (suicida, osada y valiente eras)
pero esa luz parecía seguir empeñada en no querer entrar
en mi ventana.
Y yo era
un coral, un árbol, un gilipollas
ante tu dulce, mágica y juguetona hipnosis
y salivaba y sangraba a la vez
mi pene, mi corazón, mi alma
por el placer agridulce de ser
tu jugador amigo o enemigo.
Aunque, al final, sin querer el querer quemó los átomos del aire y
los electrones absorbieron nuestra energía y se desnudaron
en un beso de luz.
Y éste fue fugaz, a 300 millones de metros por segundo
fue arrojado hasta mi boca y
duró nada más que una inmortalidad,
aposentándose ese "besinho" lúminico hasta hoy
en este poema
y manchando de forma hermosa mi alma
con carmín, roce y brillo.
Quintí Casals
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