Retrato al perfil bueno de un escupitajo verbal: alegoría al poema
Llevo toda la vida
en una caraboya cimentada en el cielo
lanzando flemas de versos
a las personas caminantes del suelo.
Pocas veces mi esputo atina en su cráneo:
la poesía es difícil y el acierto a darle
a alguien despistado
también.
Sin embargo, ahora
avizoran mis pupilas un sideral blanco.
Una bola de hueso cubierta por una moqueta de piel
sin pelo, sin vegetación, lisa.
Viva calva, reluciente, deslumbrante,
limpia, singular, curiosa,
como una bombilla bien peinada,
digna de los magreos de mi sesera,
preparada para la húmeda cita
con mi poética saliva.
Preparado, listo ¡ya!
Lanzo mi acorazado escupitajo verbal
y cae limpio, vertical, sonoro,
sobre esa cabeza.
Impacta. Explosionan las gotas de mi reflexión
encima de ese material duro.
Penetra ese óvalo brillante de ideas
para encontrar su cerebro
el poema esputado. Moja la calva
y moja el alma. Sexo mental.
Líquido desengrasante para el sólido existencial.
Lo percibe dentro de su él
y se sorprende el hombre. Y me busca en las ventanas.
Y se enfada. Y grita desesperado
¿Dónde te has metido maldito hijo de puta?
Me escondo detrás de mi escritura y ya no puede verme.
Sólo le queda la migaja de ese escupitajo y un enemigo invisible
con quien lidiar batallas racionales.
Sonrío. Lo conseguí.
Por fin alguien se impregna de un poema mío.
Por fin impacta un ladrido lírico en una testa.
Por fin alguien se enfada por conocer un poco de verdad,
de gravedad.
Quintí Casals
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