El mundo se derrumba, cabizbajo,
trazo a trazo bajo mis pies.
Primero está ese sentimiento de vértigo,
esa escuálida y desorientada sensación
que intenta definir
cuán recto es el triángulo,
que intenta establecer en medida y distancia
cuán bien definido y mal coagulado
están sus vértices, sus costados.
Están también ahí las pupilas dilatadas,
los ojos que en Venecia navegan.
Está la sangre, su perfecto y circunscrito
trayecto en venas azules, en arterias rojas,
que, debajo nuestras pieles,
rechistan el chiste de sobrevivir
al destino.
Luego está esa impresión-efecto -a veces, quizá, defecto-
de fregar mal los platos, de querer -a fuego- a quién
sabes
que un día te olvidará
sin querer.
Y están igualmente esos dedos que remontan a buscar
los límites del frío y la identidad
y, sin embargo, están, asimismo,
aquellos domingos en caída libre
en qué las agujas son huesos
y el culo se dilata.
También piedras, Dioses griegos,
las víctimas del opio y del karma;
todo eso permanece debajo la simple
condición
de significar algo
ante la boca de la muerte.
Sentirnos humillados, sentirnos abrazados,
miles de revoluciones biológicas, genéticas y equidistantes;
todo eso brilla, instalado en las mas insignificantes
noches,
todo eso se instruye en las más cálidas y apacibles
mañanas...
escondiéndose
por si algún día
resolviéramos
aquella ecuación dónde
reconstruir la vida
en un horizonte firme
y eficaz.
Quintí Casals
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