Asimismo como el perro abandonado de su amo
o la hiedra desheredada de su raíz,
así como el zapato y sus cordones,
el cuerpo se asemeja
ciertamente
a una piedra de aire,
a una piedra de luz.
Asimismo
como el condón usado del lavabo de discoteca
o como la leche sin lactosa de la vaca transgénica,
el cuerpo se sucumbe
poco a poco
en una cascada de agua
adentrada malogradamente
en los muelles
del tiempo soluble, del espacio finito.
Y lo que queda después de la
fechoría
del límite sensorial del cuerpo
y lo que traspasa de la misma forma
su casualidad y su destino,
no es más que un monigote tangible, eyaculante;
no es más que un gran hombre invisible
en color y relieve.
Sin embargo, doctores, psicólogos, sociólogos
y demás
te contarán en magistrales y doctas clases
cómo el miedo se materializa en la memoria,
cómo el vértice sanguíneo delimita los andares,
cómo órganos, cerebro y corazón
nos levantan
mañana tras mañana
de la cama.
Mas mejor no los creas,
el cuerpo más que una
máquina
de beber orujos y comer calamares,
es una interminable y ociosa
bolsa de basura.
El cuerpo,
imbécil pretérito en búsqueda de la felicidad,
se rellena, atiborra, acrecienta
contínuamente
-en un intento de identidad-
de ideologías fluctuantes
entre utopía y progreso,
de épicas morales de todo a cien,
de amores guarros,
perecedores, (tamaña vez sinceros)
que germinan
entre el ir y venir.
El cuerpo, triste como el calefactor de montaña,
lejano como el aire acondicionado de mando a distancia,
se calienta, se enfría,
se pudre, se aleja
conforme el razonamiento o la situación
lo confíen.
Sinuoso por el presente,
enmohecido por el futuro y el pasado,
vive eternamente
asustado
entre la rabia y la idea,
agrietado
entre la estabilidad y la entreguerra.
Ya que el cuerpo no es sólo aquello que come,
sino que también es aquellas heces que caga.
Es némesis de esquina
y pertenece a todo aquello porque sonríe,
traspasa todo aquello por lo que celebra.
Mas a veces, no obstante,
se desmorona en la trastienda del pasado,
se enrebasa en preguntas y deformidades
y, tonto de él, el cuerpo,
confía demasiado
en el espectáculo del mundo.
Entonces el cuerpo sufre, entonces el cuerpo llora.
Y, aunque los padres y madres no lo quieran,
el cuerpo es así: imperceptible, impenetrable.
El cuerpo, nos duela a los cuerpos o no,
no es cuerpo hasta que cree que es cuerpo;
por lo tanto el cuerpo no existe,
por lo tanto el cuerpo no ocurre...
hasta que la clarividencia de estar pagando
el telepeaje de la vida
se sentencia en sus escrotos
y el incendio perpendicular de la
desmedida muerte
agrieta
sus músculos y dientes
en la nada de lo incierto.
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