Mira, madre, a pesar de ser consciente
de todo aquello que se me ha ido de las manos,
a pesar de mis erupciones y de mis muchas
dudas,
nunca me quejé antes,
madre.
A pesar de ver 1000 videoclips idiotas al día,
a pesar de haber gritado demasiado,
nunca antes
dije nada.
Desde esos días dónde yo, incrédulo,
gateaba por las pasarelas de un hogar pequeño,
desde todos nuestros desacuerdos pertinentes a la misma
sangre y espacio, nunca osé si quiera pensar
que había alguna
refuta
sobre la mesa.
Pero hoy las cosas llegaron a su tope, madre;
hoy las páginas del poema cayeron
y el día se vertió
en un blanco
monocromático.
Hoy las palomas dejaron de llegar a tiempo,
hoy las palabras silbaron y los puntos finales
escasearon demasiado
en la despedida
del ruiseñor.
Nunca osé decirte nada, madre.
Nunca quise hacerte preguntar.
Mas siento, incluso, que callado estoy.
Pero es que el cuadrado
esta vacío, madre.
Es que aquellos, todos aquellos
que circunvalan las rotondas y las avenidas
de esta puta ciudad,
todos esos brazos, todos esos ojos,
todas esas sonrisas
pactadas como estables
en el oscuro recibidor del buen ciudadano,
saben que yo
nunca
sabré volar.
Toda esa gente que
me mira como raro, que me mira sin entender,
que me mira, incluso, algunas veces
como si yo fuera un
grave paciente
de una no conocida
enfermedad emocional,
sabe que yo no apago siempre
a su debido tiempo
el ordenador.
Ay, madre, tú que todo lo entiendes,
tú que el timón controlas,
arréglame la mirada,
fraccióname en pedazos
como lo hiciste
con la zanahoria.
Llévame allí dónde no haya
polígonos industriales,
arrástrame allí dónde no llegue el humo
de las centrales nucleares.
Ay, madre,
que esta carne se me hizo agria,
que esta geometría basada
en mostrarse y acicalarse
no me agrada.
Devuélveme, tú que me amas
más allá del amor,
allí dónde la tranquilidad sea justicia,
allá dónde las nubes se hagan prietas
y pueda caminar
sin destino.
Ay, madre,
no me dejes aquí
aplastado
entre las líneas de lo convencional.
Ay, madre,
no vuelvas a marcharte
cuando se me haga
corto
el abrazo.
Ay, madre,
tú que me engendraste en este
huracán
de soberbias y responsabilidades,
tú que siempre me dijiste
que hiciera bondad...
devuélveme, oh devuélveme,
madre,
allí dónde todo sea éter,
a ese lugar próspero,
voluptuoso,
que es el cuenco
de tu vientre.
Quintí Casals
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